Relatos ganadores IV Concurso Literario categoría juvenil

Primer premio:

María Villena Navarro, por “El águila sin alas”

No es usual ver a los ángeles en el infierno, pero para un ave el mundo es un infierno si no puede volar. Ahora que soy vieja, miro atrás y veo a todos aquellos que no creyeron en mi niño, siento lástima por ellos.

Yo no era muy diferente a las demás águilas, volando fuerte y poderosa bajo un cielo infinito y sobre las montañas. Preparé mi nido junto con mi pareja en lo alto de un risco con ramitas secas entrelazadas con todo el amor de una madre. Mi angelito rompió el cascarón más tarde que sus hermanos, aparte de eso no era muy diferente al resto de polluelos, tan solo sus alas eran más pequeñas de lo usual. Recuerdo que las demás águilas me solían decir que me rindiera, que no cargara con un pico que alimentar inútil, que un águila que no vuela no sobreviviría por sí sola. Me sentía muy triste de que mi hijo tuviera que soportar desde tan pequeño el desprecio del mundo entero, pero no me di por vencida, removí cielo y tierra en busca de ayuda, porque ¿existe acaso algo más triste que un águila , que no pueda estirar sus alas y perderse en las alturas?

Contra todo pronóstico descubrí la forma de que mi angelito pudiera volar. En lo profundo del bosque de los robles vivía un viejo búho al que todos tomaban por loco, andaba siempre rebuscando entre la basura humana y con esos objetos que rescataba construía extraños artilugios. Uno de esos extraños artilugios que fabricó fueron unas alas de tela. Esas alas, hechas a medida, permitieron a mi polluelo usar el viento para planear, funcionando de forma similar a las velas de un barco. Al final, mi hijo cumplió su sueño y pudo volar hasta el horizonte.

 

 

Segundo premio:

Ariadna Sánchez Checa, por “Mi ángel”

No es usual ver a los ángeles en el infierno, pero hay veces que si esperas lo suficiente aparecen. Yo recuerdo cuando vi uno por primera vez. Al principio no sabía que ella lo era, no había nada que me llamase la atención, sin embargo, después de echar una amplia mirada a la sala, se sentó en la silla vacía que se encontraba a mi lado. Sus labios dejaron entrever un tímido hola, pero lo único que pude contestar fue un gruñido, como siempre. Vi como en sus ojos se mostraba desconcierto e incluso vergüenza. Se giró rápidamente. Yo ya estaba acostumbrada, sinceramente no me importó lo mas mínimo. Ambas seguimos con nuestras cosas sin volver a dirigirnos la palabra.

Al día siguiente todo pareció repetirse. La misma chica, al abrir la puerta de la biblioteca, pasó sus ojos por todas las personas presentes hasta toparse con los míos, e inmediatamente se dirigió hacia donde me encontraba. Sacó de su mochila un pesado libro y lo abrió por la página que marcaba un post-it. Lo miró durante unos escasos segundos e inmediatamente movió todo su cuerpo hasta estar totalmente frente a mí. Fue entonces cuando empezó a hacer unos torpes movimientos que enseguida reconocí. No pude evitar sonreír y en cuanto terminó me presenté, como ella, en lenguaje de signos, el cual solo había podido utilizar con muy pocas personas. Recuerdo la felicidad que transmitían sus ojos y el entusiasmo con el que buscaba en su libro cada gesto que yo hacía. Desde entonces nos veíamos cada vez que podíamos en la biblioteca. Podíamos pasarnos tardes enteras conversando. Ese era el único momento en el que me sentía libre y segura. Ella era la única persona a la que podía considerar mi amiga, pero más que eso, ella era mi ángel.

 

Tercer premio:

Almudena Moreda Morales, por “Lágrimas efímeras”

“No es usual ver a los ángeles en el infierno”- leí una vez en un libro. No sé si soy un ángel, pero lo que sí sé es que una vez mi vida fue un auténtico infierno.

Todo empezó cuando nací. Mi madre esperaba un hijo sano y fuerte, y en su lugar me tuvo a mí: una niña débil y enferma. Cuando me diagnosticaron fibrosis quística, ella creyó que todo era un error; nunca me aceptó. Aunque mi madre jamás me tuvo ningún cariño, ese inevitable sentimiento de culpa me corroía por dentro, haciéndome sentir responsable de su depresión. Cada mirada, cada suspiro, era un recordatorio del odio que me tenía, a mí, su única y despreciable hija.

Pero lo peor llegó al cumplir siete años. Mi madre llegó bebida a casa, como era habitual, y amenazó con que me pegaría. La miré, e inesperadamente levantó su mano para arrojarla en mi cara. Entonces intervino él. La persona que me cuidaba y me quería a pesar de todo. Y mamá se puso histérica, fue a la cocina, cogió un cuchillo y el cuerpo sin vida de mi padre cayó estrepitosamente sobre la alfombra. Ni siquiera pensé en lo que estaba pasando, cuando escuché las sirenas de la policía, me asusté y huí. Dejé en la habitación a una mujer desolada, llorando junto al cadáver de su marido.

Por el periódico supe que mi madre había ido a la cárcel y a mí me llevaron a una residencia donde conocí a más niños como yo. Con los años me dieron una beca y me licencié en Derecho. He aprendido que mi madre estaba equivocada: con esfuerzo y dedicación puedes conseguir lo que quieras. Ahora me dedico a dar segundas oportunidades a la gente, porque ningún ángel debería ir al infierno.

 

 

Tercer premio IV Concurso Literario “Alado”

Nancy Viridiana Torres Amaya, por “Alado”

“No es usual ver a los ángeles en el infierno”, eso me decía mi abuela. Todavía recuerdo cómo con una mirada cariñosa y triste me acariciaba la mejilla mientras me soltaba esa frase, así sin más. Nunca la entendí, nunca quise saber a qué se refería, pero ahora que ha muerto lo he descubierto en carne propia. Cada vez que salgo a la calle y me miran diferente, cada vez que cruzo el semáforo más despacio que los demás y el conductor del autobús me mira exasperado. Antes mi abuela era quien cuidaba de mi, todos los días leíamos y hacíamos mis ejercicios terapéuticos o dibujábamos estrambóticas figuras en tiras largas de papel que ella pegaba a la pared. ¡Cómo nos divertíamos! Cada vez que veo una cabeza de cabellos blancos envejecidos pienso en ella, recuerdo su olor a lavanda con miel y el paraíso donde vivía. Ahora sé que ella era el ángel que me hacía llevadera la vida, que con sus alas me cubría del infierno, aunque cansada por sus años a cuestas se las quemara cuando sus piernas frágiles caminaban y brincaban, aunque doliera, para que yo viviera feliz. También les hacía ver a quienes se mostraban incómodos en mi presencia, que eran ellos los del problema, no yo. Ahora que no está, he aprendido que existe más gente como mi abuela, que aún sin parentesco me ha dado la mano y me ha ayudado a continuar. Hay quienes creen que la vida es un infierno, pero también hay ángeles que procuran que éste no queme.

Segundo premio IV Concurso Literario “Los propios demonios”

Álvaro Carretero, por “Los propios demonios”

No es usual ver a los ángeles en el infierno, raro es que estos inocentes seres se descuelguen hasta los aledaños del abismo, sin embargo, es a veces el propio infierno el que decide escalar y visitarles.

Constance saboreó la crueldad humana cuando entró en el instituto. Sus muletas, prolongaciones mismas de sus brazos, que la ayudaban a caminar erguida sin desequilibrarse, habían sido acogidas en su anterior colegio como un elemento distintivo, una forma de identificar en la distancia a la sonriente y hermosa Constance. Pero las cosas habían cambiado. En este nuevo centro las miradas no invitaban al acercamiento, al contrario, la obligaban a la exclusión. Las burlas tardaron poco en llegar. De suaves pasaron a rugosas, y de rugosas a hirientes. Constance nunca contestó, de hecho nunca escondió la sonrisa de su cara, una sonrisa brillante y sincera, que retaba a las alimañas a seguir con sus improperios. Con el tiempo, y ante la impasibilidad de Constance, las burlas perdieron fuerza, fueron desapareciendo como una sombra al atardecer, hasta que finalmente cesaron. Encontraron otro de quien burlarse.

La paciencia de Constance dio sus frutos. Pronto, la niña de muletas y sonrisa perpetua comenzó a cubrirse de amigos, gente que se interesaba por ella, que la ayudaba y defendía de palabras biliosas.

En los años de instituto venideros, Noemí, su mejor amiga, habría de preguntar infinidad de veces cómo fue capaz, Constance, de mantener una sonrisa tan sincera durante las burlas y el marginamiento. “Un mago nunca revela sus trucos”, contestaba enigmática. La niña jamás confesó la verdad: las palabras ignorantes de unos chiquillos no podían herirla, ya no, Constance estaba hecha a prueba de golpes, fuerte, resistente y hermosa como un diamante, inmune, tras una vida de lucha y victoria contra sus propios demonios.

Primer premio IV Concurso Literario “El susurro”

Gonzalo Carretero, por “El susurro” 

No es usual ver a los ángeles en el infierno, pero allí estaba, te lo prometo, con sus alas de hueso y plumaje albino, con su piel brillante, carente de imperfecciones humanas, con sus pies descalzos, con sus manos desnudas, con su mirada cándida. Tan nítido como imposible. Dolorosamente hermoso. Allí mismo. Sobre ti.

La habitación del hospital palpitaba al compás de las máquinas que te mantenían con vida. Llevaba tanto tiempo allí que el latir de la estancia era ya mi propio latir, y era rítmico, y era asfixiante. Tú dormías en la incubadora, ajeno a tu propia fragilidad, separado por el vidrio de un calor insoportable. El calor de la incertidumbre… ¿Vivirías?

“Seis meses y medio de gestación es el límite”, habían asegurado los doctores, “las estadísticas juegan en su contra. Ahora todo está en sus manos”. Todo en tus manos, hijo mío, eso dijeron. Pero se equivocaron. No todo.

Fui la única que presenció el milagro. Cuando abrí los ojos el ángel ya estaba allí, inclinado sobre tu cuerpecito, en silencio, irradiando una calma deliciosa. Se agachó, atravesó las paredes de la incubadora como si nunca hubieran estado allí, y susurró algo en tu oído. Jamás supe qué dijo, jamás te lo he preguntado porque sé que no puedes recordarlo, pero no importa, en aquel instante supe que todo iría bien, vivirías, porque no luchabas solo. Los ángeles luchaban contigo.

Tras la aparición empezaste a dar muestras de mejora. En un mes saliste de la zona de peligro, en tres meses abriste por primera vez los ojitos, y en cinco estabas ya en casa, arropado por tu hermano, por papá y por mí.

Nunca volví a ver al ángel que salvó tu vida.

Nunca tuve la oportunidad de darle las gracias.

Nunca nadie creyó mi historia.

Entregados los premios del IV Concurso Literario y de Ilustración de la Fundación APASCOVI

El pasado domingo 23 de abril, coincidiendo con la celebración del Día del Libro, la Fundación APASCOVI entregó los premios del IV Concurso Literario y de Ilustración, que en esta edición contaba como novedad la colaboración del Centro Comercial Los Valles de Collado Villalba así como de los Ayuntamientos de Guadarrama y Collado Mediano, que se unieron al apoyo de los Consistorios de Collado Villalba, Alpedrete y Colmenarejo. Tanto Teresa Sánchez, directora general de la Fundación APASCOVI, como Paloma Abellán, gerente del Centro Comercial Los Valles, ejercieron de anfitrionas.

A la cita, que tuvo lugar en la planta alta del Centro Comercial Los Valles, acudieron más de medio centenar de personas a las que se unieron las alcaldesas de Collado Villalba, Mariola Vargas; Colmenarejo, Nieves Roses; Guadarrama, Carmen María Pérez del Molino;  y Collado Mediano, María Rubio.

Además, estuvieron presentes la concejala de Educación de Collado Villalba, Lourdes Cuesta; la edil de Cultura de Alpedrete, Marta Díaz; la responsable de Cultura de Guadarrama, Sara Villa; y la concejala de Colmenarejo Ana Isabel Oliveros.

 

GANADORES IV CONCUSO LITERARIO

-CATEGORÍA ADULTO:

Primer premio: Gonzalo Carretero, por “El susurro”

Segundo premio: Álvaro Carretero, por “Los propios demonios”

Tercer premio: Nancy Viridiana Torres Amaya, por “Alado”

 

-CATEGORÍA JUVENIL:

Primer premio: María Villena, por “El águila sin alas”

Segundo premio: Ariadna Sánchez, por “Mi ángel”

Tercer premio: Almudena Moreda, por “Lágrimas efímeras”

 

GANADORES IV CONCURSO DE ILUSTRACIÓN

 

Primer premio: Raquel Morilla y Óscar Toledo, por “Primavera”

 

Segundo premio: Diego Herrera, por “La Menina”

 

Tercer premio: Irene Galdón, por “Carnaval”

 

Accésit del jurado: Ramón García, por “Sursum Corda… Lucha”